¡Una luz que iluminó el mundo! Fray Tomás de Celano (1200-1265) comienza así su Vida de Santa Clara: Plinio María Solimeo
Sobre una graciosa colina del hermoso valle del Espoleto se alza la ciudad de Asís, en Italia. Con sus edificios de granito rosa, encanta al visitante a primera vista. Sin embargo, quedan aún más encantados cuando descubren los innumerables vestigios de los dos grandes santos que son la gloria de la ciudad: san Francisco y santa Clara. A diferencia del Poverello (Pobrecillo), que procedía de una familia de comerciantes, Clara era hija de Favarone Offreduccio de Scifi, conde de Sasso-Rosso, acaudalado representante de una antigua familia romana. Su madre, la beata Ortolana de Asís, pertenecía a la antigua y noble familia de los Fiumi.
Mientras esperaba a Clara, Ortolana se hallaba en oración pidiendo a Dios un buen parto, y le pareció oír una voz que decía: “No temas, dichosa mujer, porque de ti nacerá una luz brillantísima que disipará muchas tinieblas”. Por este motivo llamó Clara a la niña, que dio a luz el 16 de julio de 1194. Con una madre tan piadosa, Clara se sintió desde pequeña inclinada a la virtud. Era dulce, modesta, tranquila, muy afable, obediente y veraz en sus palabras. Recibió la educación de una niña rica de la época, es decir, las nociones elementales de lectura y escritura, de cómo desenvolverse en la vida doméstica y, sobre todo, de costura y manualidades, en las que sobresalía. Cuando Clara tenía once años de edad, un suceso estaba en boca de todo Asís: el joven Francisco Bernardone había abandonado la casa y el oficio de su padre para entregarse por entero a Dios. Clara siguió con admiración todo el proceso de este drama familiar y luego, de vez en cuando, oía hablar de este amante de la pobreza que empezó a arrastrar tras de sí a pobres, ricos, ilustrados e ignorantes, todos deseosos de seguirle al servicio de la dama pobreza. Al cumplir los dieciocho años, Clara era una joven dotada de todos los atractivos que una chica pudiera desear. Hermosa, rica y talentosa, sus padres buscaban para ella un pretendiente a la altura del nombre de la familia. Pero ella rechazó cualquier partido, diciendo que no tendría otro esposo que Nuestro Señor Jesucristo. Esto contrarió mucho a sus padres.
En la cuaresma de 1212, Clara oyó a Francisco predicar en la iglesia de San Jorge. Aunque era laico, tenía autorización para hacerlo. Cautivada por sus palabras, la joven buscó a este “heraldo del gran Rey”, como se hacía llamar el Poverello, y le expuso su deseo de entregarse también a Dios. Francisco se interesó mucho por el caso de Clara, como dice el viejo cronista, “porque quería arrancar esta noble presa de las garras del mundo perverso y depositarla, como glorioso trofeo, ante el altar de Dios”. La confirmó en su vocación, y ambos se pusieron a esperar una ocasión propicia para dar ese paso. La tarde del Domingo de Ramos, Clara salió en secreto de casa y se dirigió a la iglesia de la Porciúncula, donde Francisco y sus monjes la esperaban con velas encendidas. Entonces, el Poverello le cortó su hermosa cabellera dorada, le dio una tosca túnica y un velo negro para simbolizar su renuncia al mundo. Luego la llevó provisionalmente al monasterio benedictino de San Pablo, donde Clara permanecería hasta que se encontrara un lugar definitivo.
Después de una larga disputa, sus padres tuvieron que aceptar el hecho consumado de su hija. Sin embargo, volvieron a la carga cuando su otra hija, Inés, de quince años de edad, la siguió para compartir con ella la misma vocación. Habiendo perdido ya a una hija, el padre —Favarone Offreduccio— no quiso perder a la segunda. Envió a su hermano, acompañado de doce caballeros, en persecución de la fugitiva, para traerla de vuelta por la fuerza si fuera necesario. Pero cuando intentaron arrastrarla fuera del convento, Inés se volvió tan pesada que ni siquiera los doce hombres pudieron moverla. Así que el tío acabó abandonando a su presa. Poco después, san Francisco cortó el cabello a Inés, quien se convirtió así en la segunda piedra del edificio de las Damas Pobres. Fue entonces cuando el obispo de la ciudad puso a disposición de Francisco la ermita de San Damián, cuya iglesia había restaurado el propio Poverello, para que fuera la cuna de la Segunda Orden de San Francisco, es decir, de las clarisas. Como abadesa, cargo que ocupó durante cuarenta años, santa Clara perfumó aquel lugar con sus oraciones, penitencias y milagros. Poco a poco, otras jóvenes y damas se unieron a las dos hermanas para llevar una vida de renuncia y pobreza. Al principio no tenían regla escrita, sino apenas una formula vitae [forma de vida]que Francisco les había dado. Santa Clara era para todas sus hermanas la regla viva. Las clarisas aceptaron más tarde una regla presentada por el Papa Gregorio IX, adaptada de las benedictinas, pero más estricta en cuanto a la pobreza, que la santa quería que fuera total.
Cuando, en 1234, las tropas sarracenas al servicio del impío emperador Federico II asolaron los Estados Pontificios, rodearon Asís, llegando a las puertas del convento de las clarisas. Todo era de temer para aquellas mujeres indefensas frente a semejantes bárbaros sin pudor ni religión. Fue entonces que Clara tomó en sus manos la custodia con el Santísimo Sacramento y enfrentó así a la soldadesca, que estaba a punto de ingresar al claustro. En ese mismo instante, los soldados entraron en pánico y huyeron precipitadamente. Poco después, levantaron también el sitio de Asís. Finalmente, asistida por el Papa Inocencio IV, que le administró los últimos sacramentos y le concedió la indulgencia plenaria, santa Clara murió santamente el 11 de agosto de 1253. Tal era su fama de santidad que fue canonizada tan solo dos años después de su muerte. El Martirologio Romano Monástico dice de ella en este día: “Memoria de santa Clara, virgen y abadesa, que se durmió en el Señor en 1253. Contagiada por el ideal de san Francisco, abandonó la comodidad familiar para seguir a la «Dama Pobreza». Consiguió también para la Orden que acababa de fundar en el convento de San Damián de Asís el privilegio de no poseer nada, para contentarse con el Único [bien] necesario”.
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