En julio de 1972, una noticia procedente de Nueva Orleans daba cuenta que una imagen peregrina de la Virgen de Fátima había vertido lágrimas copiosamente en esa ciudad norteamericana, ante el asombro de propios y ajenos. Una fotografía del suceso —precisamente la que ilustra esta sección— dio la vuelta al mundo. Al comentar entonces los hechos, en el artículo titulado Lágrimas, milagroso aviso (ver páginas siguientes), el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira señaló: “El misterioso llanto nos muestra a la Virgen de Fátima llorando sobre el mundo contemporáneo, como otrora Nuestro Señor lloró sobre Jerusalén. Lágrimas de afecto tiernísimo, lágrimas de dolor profundo, en la previsión del castigo que vendrá”. Treinta y tres años después otra noticia procedente de la misma Nueva Orleans volvió a estremecer al mundo: el huracán Katrina la había prácticamente devastado. A consecuencia de ello, cedieron los diques que la resguardaban y un 80% de la ciudad quedó inundada por las aguas. Con el resultado de centenares de muertos y cientos de miles de damnificados. Si el milagroso llanto de 1972 fue un aviso maternal de afecto y dolor, no dudaría en calificar al Katrina como una advertencia del propio Dios. Me explico. Comparando los efectos del reciente huracán con los del tsunami que en diciembre último afectó a vastas regiones del Asia meridional, ocasionando la muerte de cientos de miles de personas, se podría decir con mayor énfasis que la misericordia no ha estado ausente en Nueva Orleans. Una tragedia es siempre una tragedia, y no debemos dejar de rezar por la salvación de tantas víctimas, pero también por la conversión de los que han sobrevivido a ella.
¿Qué relación puede haber entre una y otra tragedia? La Virgen en Fátima dijo: “No ofendan más a Dios Nuestro Señor que ya está muy ofendido”. Y ambos lugares era conocidos como destinos del así llamado “turismo sexual”. ¿Habrá otros motivos? Sólo Dios nos podría dar una respuesta precisa. Pero hay dos otros hechos que nos pueden ayudar a reflexionar sobre esta nueva tragedia, para provecho de nuestra propia alma. En la ciudad de Nueva Orleans funcionaban cinco clínicas abortivas, en donde anualmente miles de seres humanos eran asesinados con la complicidad de médicos y de sus propias madres. También desde 1972, alrededor del Labor Day, se realizaba en Nueva Orleans un desfile-carnaval denominado “Southern Decadence” (Decadencia Sureña). Se trataba de una fiesta homosexual, con la participación de miles de disolutos venidos de los más diversos países. Según noticias de prensa, el evento tiene amargos antecedentes de verdaderas bacanales, con la práctica de actos carnales en las calles y en los bares del centro histórico de la ciudad. El año pasando, estas escenas fueron documentadas y enviadas a las autoridades locales, quienes ignoraron la denuncia y continuaron promoviendo la fiesta como un “acontecimiento emocionante”. Para este año, el “Southern Decadence” estaba previsto realizarse del 31 de agosto al 5 de setiembre. ¡Dios no lo permitió! Existe algo que en ciertas circunstancias puede llegar a ser peor que el propio pecado, es la indiferencia. Y si en un determinado lugar, ante la aparición de manifestaciones de pecado como éstas no se levantan reacciones, la indiferencia pasa a ser cómplice del pecado y del escándalo. No será un científico descreído quien nos vaya a convencer que tragedias así se producen cíclicamente; ni algún socialista reciclado que pretenda culpar de todo lo ocurrido al gobierno norteamericano, en lo que alguien calificó de “jihad antibushiana”; ni algún teólogo de la liberación camuflado que a la vista de los hechos insista en la cantaleta de que “Dios no castiga”. No, la verdad es otra: cuando a los pecados públicos gravísimos y clamorosos, como los que se generalizaron en Nueva Orleans, se les suman la indolencia y pasividad de quienes deberían oponerse, está caracterizado un cuadro de ofensa colectiva global a Dios —unos por acción, otros por omisión— y un endurecimiento de alma que Él no puede tolerar indefinidamente por amor a su propia gloria. Su justicia exige que la ofensa sea castigada también colectivamente, en la forma y medida que más propicie la conversión y regeneración de los ofensores (a quienes Dios quiere también salvar), aunque sea por medio de un huracán.
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