Giacomo Monti
Cuando la luminosidad solar baña la blanca y severa piedra de San Pedro, el inusitado colorido de los uniformes azules, naranja y rojo de los suizos que hacen la guardia en el Arco de las Campanas atrae poderosamente la atención de los turistas. Los niños quieren hacerse fotografiar junto al soldado hierático que porta la alabarda. Un prestigioso halo de fuerza y vivacidad parece rodear las tropas de la Guardia, que para admiración de los circunstantes, atraviesan marchando gallardamente desde el Brazo de Carlomagno al de Constantino, y viceversa. La fascinación de los uniformes de Miguel Ángel aumentan más aun cuando la Guardia lleva, en las grandes ocasiones, los penachos rojos, la golilla, los yelmos, las corazas, las alabardas de acero cincelado. Viéndolos tan ataviados uno podría osar imaginar las huestes celestiales. Una completa entrega de sí mismos El tiempo no ha desgastado el prestigio que circunda el Cuerpo de la Guardia Suiza Pontificia. Por el contrario, se podría decir que ello no añade nada esencial a lo que el lugar representa: por un lado, el inmenso escenario monumental que custodia la tumba de Pedro, aquel a quien Jesucristo designó para apacentar su rebaño; por otro, el imponente marco en que el sucesor actual del Apóstol desempeña buena parte de su actividad ceremonial, de magisterio y de gobierno sobre la Iglesia Católica. Mas la Guardia Suiza juega un brillante papel al poner en evidencia y resaltar tanto la sacralidad del lugar, como la importancia del ministerio petrino, aportando su nota de colorido, de luz, de abnegación que hace recordar la célebre frase de Paul Claudel: “la juventud no fue hecha para el placer, sino para el heroísmo”. Sí, porque muy jóvenes son las voces que resuenan todos los 6 de mayo que por medio milenio proclaman con entusiasmo un solemne juramento: Juro servir fiel, leal y honorablemente al Sumo Pontífice reinante y a sus legítimos sucesores; como también dedicarme a ellos con todas mis fuerzas;sacrificando donde sea necesario, aún la vida en su defensa. Asumo igualmente ese empeño en relación al Sacro Colegio de los Cardenales mientras dure la Sede Vacante. Prometo además al Capitán Comandante y a todos mis otros superiores, respeto, fidelidad y obediencia. Juro observar todo aquello que el honor de mi posición exige de mí. Que Dios y sus santos me asistan. Los tres dedos al cielo El nuevo recluta es llamado a romper filas y a hacer público su juramento tomando con la mano izquierda el estandarte, mientras con la derecha hace ver tres dedos alzados en señal de su fe trinitaria; todo en el marco de una bella ceremonia religiosa y militar, delante de una nutrida delegación de autoridades eclesiásticas y civiles y de un abundante público, que por semanas ha debido extenuarse hasta obtener las cada vez más solicitadas entradas de invitación.
Durante el saqueo de Roma por las tropas del Emperador Carlos V, 147 de los 189 Guardias cumplieron este propósito hasta sus últimas consecuencias, inmolándose en defensa de Clemente VII, el 6 de mayo de 1527, por lo que desde entonces ésa es la fecha para la ceremonia de juramento de los nuevos reclutas. En aquella ocasión, el Consejo de Zurich, sabiendo del peligro que corrían, los había invitado a volver a su Patria. Ellos, al contrario, se sintieron obligados en conciencia y prefirieron ir al encuentro de la muerte antes que abandonar al Papa. Un cuerpo modernamente eficiente Hoy, quien debe custodiar la persona del Pontífice (“la vigilancia inmediata del Santo Padre”, como es llamada), sabe que —como lamentablemente enseñan tantos acontecimientos, y no apenas el atentado perpetrado por Alí Agca— se expone objetivamente a un riesgo. Se trata de un servicio que va mucho más allá de un mero adorno en las grandes ceremonias, y que comprende incluso el control de los ingresos a la Ciudad del Vaticano y la vigilancia del Palacio Apostólico. Para hacer todo esto, la Guardia Suiza no puede prescindir de la “alta profesionalidad de los modernos servicios de seguridad”, lo que supone, entre otras cosas, una formación certificada con diploma o bachillerato y haber recibido la aprobación de la formación militar del Ejército Suizo. De hecho, la Guardia es una auténtica hija de la Iglesia —y sus componentes pueden ser sólo 110 varones de religión católica—, pero también es hija de la historia militar de la Confederación Helvética, una realidad política que ha sabido durante siglos conciliar con gran equilibrio la paz y las armas. Julio II confió a ellos, en 1506, la protección de su persona y del Palacio Apostólico, porque él, como soldado, había apreciado las capacidades bélicas de los soldados mercenarios suizos.
Al servicio de la Iglesia Benedicto XVI ha exhortado recientemente a la Guardia Suiza a que viva su propio espíritu que “se nutre de las gloriosas tradiciones de casi cinco siglos de vida de un pequeño ejército con grandes ideales”; ideales que son “la solidez en la fe católica, la manera cristiana de vivir convicta y convincente, fidelidad inquebrantable y amor profundo a la Iglesia y al Vicario de Cristo, conciencia y perseverancia en las tareas pequeñas y grandes del servicio cotidiano, coraje y humildad, sentido del prójimo y humanidad”. Efectivamente, estos jóvenes tan semejantes y tan distintos de todos los otros del planeta, están llamados a vivir en la aparente normalidad de su juventud una situación excepcional en todos los sentidos. Revestidos de luz y color en medio del gris invasor contemporáneo, ellos prolongan así una historia rica en méritos y simbolizan la lealtad en un mundo en el cual la palabra empeñada cuenta cada vez menos. Y todo esto en el escenario más observado y seguido del planeta, en aquel polo de atención del hombre moderno que es la Sede de Pedro. En suma, un auténtico y valiosísimo servicio a la Iglesia.
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