Marcelo Dufaur
El naufragio del crucero Costa Concordia trajo a la memoria en Europa los tristes presagios despertados por la pérdida del Titanic, escribió Ben MacIntyre, del diario “The Times” de Londres. Para el gran cotidiano de Milán, “Il Corriere della Sera”, el desastre del Costa Concordia simbolizó “el naufragio de una época” envanecida por las supertecnologías, por internet y por la supercomunicación que en la hora decisiva no aventajaron más que al primitivo código Morse, único recurso del que dispuso el Titanic para pedir auxilio. Sir Osbert Sitwell vio en la tragedia del trasatlántico inglés, ocurrida el 14 de abril de 1912, casi un siglo exacto antes del drama del supercrucero italiano, un “símbolo del sino que venía para la civilización occidental”. Y, de hecho, poco tiempo después, la Primera Guerra Mundial arrasaría el continente europeo, poniendo fin a su rica, refinada e irreflexiva Belle Époque. Hoy, en el preciso momento en que la Unión Europea se ahoga en deudas, en la incertidumbre política y en la fragilidad económica, el desastre del lujoso crucero inspira presagios no menos invitantes a la reflexión. Este año, en que se va a decidir si el euro se hunde o sale a flote, el Costa Concordia surgió como una alegoría perfecta de la extravagancia financiera y de la artificialidad de la inmensa construcción europea. Un enorme palacio flotante, aunque de un lujo que los pasajeros del Titanic considerarían de baratijas; de ostentación y gusto discutibles, pero no por ello menos impresionantes para nuestros días; el mayor crucero que en la Unión Europea en su momento se consiguió construir, al faraónico precio de 572 millones de euros, fue a terminar con un forado en el vientre en los arrecifes de una apacible y poética isla toscana.
Los desastres —escribió MacIntyre— marcan de un modo poderoso los puntos de inflexión históricos. Y así como la desaparición del Titanic sonó como un gong para la era victoriana, el fin del Costa Concordia podría marcar simbólicamente el fin de una época tan confiada cuanto insegura. En 1912, G. K. Chesterton vio en el hundimiento del Titanic el castigo de la modernidad, de una era orgullosa que se auto adoraba en un navío fruto de sus manos y supuestamente imposible de hundir, pero que acabó reducido a nada, por la misma naturaleza que presumía haber dominado para siempre.
El Costa Concordia —pregunta MacIntyre— ¿presagiará un cambio de época comparable, contendrá una advertencia o un eventual castigo a la obsesión por una modernidad que adora las velocidades, las construcciones babilónicas y el lujo globalizado? Añadimos nosotros: ¿una modernidad que pretende alcanzar el cielo desconociendo la propia moral natural y desafiando las leyes del Creador? Modernidad ésa adoptada por la Unión Europea al punto de transformarse en una de las propulsoras de la Cristofobia contemporánea. En este sentido, alega poderosamente un hecho silenciado por la gran prensa y sólo referido por el periódico italiano “Libero” del 31 de enero pasado. Según el párroco de la isla de Giglio, P. Lorenzo Pasquotti, exactamente en las profundidades marítimas donde fue a colisionar el Costa Concordia “se encuentra una imagen de la Virgen Stella Maris, un maravilloso bajorrelieve que todos los años, cada 15 de agosto, es objeto de una romería de buceadores que la homenajean con una corona de laureles”.
Ante su Divino Hijo ultrajado por innumerables leyes y resoluciones cristofóbicas de la Unión Europea la Santísima Virgen parece haber dado un formidable aviso de pare. Ella lo hizo como Aquella que es “terrible como un ejército en orden de batalla”, según reza el Oficio de Nuestra Señora. Pero, Ella es siempre Madre de misericordia. Y ella actuó de manera que el arrecife del impacto final del navío-símbolo impidiera su deslizamiento hacia las profundidades inmediatas devorando vidas en número espantoso. ¡Superior, materno y admirable equilibrio de la misericordia y de la justicia de la Madre de Dios!
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