Plinio Corrêa de Oliveira La admiración por los grandes edificios es una de las manías de nuestro siglo. Son numerosos los países en que se van multiplicando así los centros de proporciones babilónicas, cuya masa impresionante da la ilusión de una casi inimaginable yuxtaposición de palacios ciclópeos. La visión de esa mole provoca en ciertas personas un estremecimiento de ingenuo: “¡qué grandes somos, qué ricos somos, qué macizos somos!”, exclaman.
E incluso en las ciudades en que la tradición, la cultura, el buen gusto han conseguido impedir la construcción de rascacielos, las presiones a favor de éstos se van haciendo grandes, que es de prever la destrucción final de todas las barreras que aquí y allá aún se yerguen contra la arquitectura elefantina de nuestros días. Desde luego, nadie tiene dudas acerca de los inconvenientes de toda especie que los grandes edificios acarrean. No hay quien no se lamente de los perjuicios que ellos traen para la vida de familia, para la educación de los niños, para la higiene, para el tránsito. Salta a la vista la vulnerabilidad de los barrios de rascacielos a cualquier ataque enemigo, en caso de guerra. Nadie discute que, en la hipótesis de una revolución social, la paralización de cualquier central eléctrica, inmovilizando los ascensores, puede producir el “acorralamiento” de un número indefinido de personas. Nada de esto, no obstante, impide que los rascacielos se vayan multiplicando en los grandes centros urbanos. Y también en los pequeños. Nadie desconoce la ufanía de las ciudades medias, donde el rascacielos no tiene ninguna razón de ser, cuando allí se levanta el primer edificio de varios pisos.
¡Fuerza del mimetismo! Lo que es moderno tiene que ser copiado por todos, aunque sea contra los más elementales datos del sentido común. Hay que ser moderno a toda costa. Y no ser moderno es la más marcada de las vergüenzas. Nuestra foto presenta una vista del puerto de Nueva York. Al fondo se levantan las siluetas de los inmensos edificios que se volvieron famosos en el mundo entero. Están envueltos en la niebla, hecha de hollín, polvo y detritos, que infectan el aire de la gran ciudad. Dado que tan poca impresión causan los inconvenientes científicamente comprobados de las grandes concentraciones urbanas, en lo que respecta al hombre, un hecho noticiado por la prensa tal vez sirva para abrir los ojos de muchos. Como se sabe, el granito tiene extraordinaria resistencia. Por eso, los monumentos egipcios, que expuestos al sol y a las tempestades de arenas del desierto, han sido refractarios a la acción del tiempo, son un símbolo de la durabilidad. Pues uno de ellos, el obelisco denominado la Aguja de Cleopatra, que el faraón Tutmosis III mandó construir hace 35 siglos, y que en 1880 fue transportado en excelentes condiciones de conservación a Nueva York, comienza a ser destruido. No se piense que tal destrucción es obra de vándalos. Lo destruyen, no vulgares depredadores de objetos de arte, sino agentes más poderosos y más sutiles, contra los cuales no hay defensa. El obelisco, en menos de cien años, se viene deshaciendo, sus jeroglíficos se borran lentamente, la piedra de la que está hecho se va corroyendo. Todo porque, colocado en el Central Park, está sumergido en el aire que respiran los infelices habitantes de Nueva York. ¿Cómo puede el organismo humano mantenerse ileso a la acción de factores que destruyen tan resistente obra de arte? En sana lógica, el argumento es irresistible. Tenemos, sin embargo, pocas esperanzas de que éste modifique el curso de los espíritus en esta materia, pues la manía de modernidad a todo precio es más refractaria a la lógica de lo que son los obeliscos y las pirámides a la acción del sol y de las tempestades, a lo largo de los siglos, en el desierto.
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