Erigido sobre una pequeña isla frente a las costas de Normandía, suspendido entre la tierra y el mar, el Monte Saint-Michel, con su abadía benedictina, encarnó la tensión religiosa de comienzos de la Edad Media. Sus profundas raíces espirituales se han conservado hasta nuestros días, resistiendo altanero el torbellino de diez siglos de historia. Samuele Maniscalco
Monte Saint-Michel, en Normandía, Francia: Esta isla santuario es uno de los lugares más visitados de toda Europa. Con un perímetro de 960 metros y una superficie de siete hectáreas, la isla se eleva a 92 metros sobre el nivel del mar. En el punto más alto de la abadía se encuentra la estatua de san Miguel, visible a la distancia desde el mar. El origen de este extraordinario lugar santo se remonta a la visión que el obispo de Avranches, san Aubert, tuvo del arcángel Miguel en el año 706.1 En este rincón de Normandía, el prelado fue invitado por el mensajero celestial a construir una iglesia en el monte Tombe. La vida cotidiana de san Aubert estaba llena de dificultades, ya que gran parte de su diócesis se hallaba cubierta por el vasto y denso bosque de Scissy, que acababa únicamente en el litoral, donde surgieron una serie de pequeñas aldeas. Este bosque impenetrable y peligroso era el refugio de un pueblo nada piadoso. San Aubert sospechaba que los pueblos salvajes que vivían allí no abandonarían sus antiguas prácticas idolátricas. Los cultos paganos sobrevivían, concentrados sobre todo en dos curiosas colinas que se elevaban por encima de los árboles —el monte Dol y el monte Tombe—, donde a veces aún se encendían hogueras en honor a los antiguos dioses solares. San Aubert intentó remediar esta situación. Hasta consiguió que algunos ermitaños y monjes se dispusieran a vivir en el bosque y en las laderas del monte Tombe. Pero eso no bastó para expulsar al demonio del paganismo.
Aparición del arcángel san Miguel a san Aubert Una noche, san Aubert soñó que el arcángel san Miguel le decía: “Aubert, conságrame el monte Tombe. Quiero que me construyas un santuario como el de mi montaña en Gargano. Lo convertiré en mi morada”. San Aubert se despertó profundamente turbado, pero sobre todo reticente. Era un hombre de acción, no de sueños místicos. Además, estaba tan preocupado por la cuestión del bosque de Scissy y del monte Tombe que atribuyó a su sueño una explicación natural: la imposible erradicación del paganismo, que le perseguía incluso en sueños. En ningún momento consideró que sus pensamientos sobre la consagración del monte a san Miguel pudieran provenir del Cielo…
Pasaron los días y el obispo trató de no pensar más en el sueño. Casi lo había olvidado cuando, una noche, reapareció el mismo sueño, solo que esta vez san Miguel estaba visiblemente disgustado y le reprendió por su falta de celo en atenderlo. Al despertar, aún más perturbado que la primera vez, el prelado creyó que era víctima tanto de un orgullo enfermizo como de una obsesión diabólica. Así que permaneció inactivo. Transcurrieron algunos días y quizá semanas. Cuando por fin pensó que había recuperado la serenidad, san Miguel se le apareció por tercera vez. En esta ocasión frunciendo el ceño, le reprendió por su incredulidad y le anunció que dejaría una señal de su visita. Acto seguido, colocó su dedo índice sobre la sien del incrédulo prelado. Este se despertó de repente y, aunque no presentaba heridas visibles, tuvo la sensación de que algo le había perforado el cráneo.2 La manifestación fue suficiente: el obispo Aubert estaba ahora decidido a dar plena satisfacción al gran Arcángel. Inmediatamente se puso a trabajar en la limpieza y en la colocación de los cimientos de la iglesia, que pretendía construir del mismo modo que la basílica de Gargano, el primer santuario occidental dedicado al culto del Arcángel. Y para demostrar que una construcción dependía de la otra, antes de terminar la obra principal, envió a dos jóvenes monjes a Siponto, en Italia, para pedir al obispo de allí parte de las reliquias sagradas dejadas por san Miguel, a saber, una pequeña losa de mármol en la que el espíritu celestial había dejado las huellas de sus pisadas, y un fragmento de un hermoso paño púrpura, muy parecido al manto de un oficial de caballería romano. La furia diabólica y la intervención de san Miguel
Los monjes iniciaron su peregrinación, que tardarían más de dos años en culminar. El obispo de Siponto se mostró comprensivo y honrado, accediendo a entregar algunas de las reliquias. Si los frailes tenían alguna duda sobre su origen, los milagros realizados a lo largo del camino de vuelta les tranquilizaron. ¡Los enfermos se curaban milagrosamente! No veían la hora de llegar al monte Tombe para informar a san Aubert de su éxito. Ya estaban cerca, pero se detuvieron de repente, estupefactos, petrificados: no reconocían el lugar. A pesar de la certeza de que estaban de vuelta en casa, no encontraban el paisaje familiar. El inmenso bosque de Scissy había desaparecido; las pequeñas aldeas costeras habían dado paso a un acantilado escarpado y sin vegetación y a una vasta extensión de arena blanca, expuesta en marea baja y surcada por arroyos que la hacían brillar al sol. A lo lejos, en el mar, en una pequeña isla expuesta a los embates de las olas, se alzaba el monte Tombe, superviviente de una catástrofe que los dos monjes peregrinos, atónitos, no se atrevían a imaginar. Cuando los religiosos se reunieron con los dos monjes que regresaban de su misión, les contaron el cataclismo que había ocurrido seis meses antes, causante de estos cambios extraordinarios. Era marzo del año 709.3 En una noche oscura y tormentosa, la lluvia caía a cántaros y no se veía nada a un paso de distancia. De repente, desde las profundidades de la tierra, se oyó el estruendo de un terremoto y el monte Tombe se sacudió sobre sus cimientos. Parecía el fin del mundo. Los monjes y el obispo se aferraron al altar, seguros de que había llegado su última hora. Y, horrorizados, observaron cómo cientos de animales salvajes —lobos, serpientes, gavilanes— invadían la montaña en busca de refugio. La costa se había hundido en el mar, el litoral había descendido por debajo del nivel del océano, y la marea, la gran marea del equinoccio de primavera, inundó lo que antes había sido el continente. El bosque de Scissy quedó sumergido, y los monjes vieron cómo la corriente arrastraba árboles arrancados de raíz como si fueran ramas. Toda esta demostración del poder de los elementos parecía tener un único objetivo: el monte Tombe. Lluvia, mar, rayos y terremotos convergían sobre el pequeño islote, decididos a devorarlo. San Aubert lo entendió. Al dedicar la montaña a san Miguel, había desatado la ira implacable de Lucifer. Así que imploró la ayuda del arcángel; la cual llegó de inmediato. La tempestad se calmó, el mar se retiró; la montaña fluctuó como el Arca de Noé en un paisaje apocalíptico. El monte Tombe empezó a ser llamado Mont Saint-Michel, el Monte de San Miguel. Su notoriedad fue inmediata. En el año 710, el rey Gildeberto III de la dinastía merovingia le consagró su reino. Monte Saint-Michel resiste a diversos ataques
A la muerte de san Aubert, las reliquias de san Miguel quedaron en manos de los canónigos encargados por el santo obispo de velar por el lugar, cuya misión era rezar el Oficio Divino y recibir a los peregrinos. Pero, ajenos a la austeridad de la época fundacional, se convirtieron en motivo de escándalo. El duque de Normandía, Ricardo I, puso fin a estos abusos trayendo al santuario a monjes benedictinos de la abadía de Saint-Bedrille. Bajo el gobierno del abad Maynard, se inició la construcción de la iglesia románica de dos naves de Notre-Dame-sous-Terre. Parcialmente destruida por un incendio en 992, sobre ella se levantó la actual abadía románica, iniciada en 1017 bajo la dirección del arquitecto Ranulphe de Bayeux y culminada en 1023, hace aproximadamente mil años. Los incendios y las reconstrucciones subsiguientes han dado a la abadía un estilo original, que combina armoniosamente elementos arquitectónicos de diferentes épocas: la base data del siglo XI, los corredores laterales están cubiertos por una bóveda construida un siglo más tarde, mientras que el coro y la torre pertenecen al gótico tardío. Entre 1154 y 1186, la abadía vivió una época dorada bajo la dirección del abad Robert de Torigny. Sabio y erudito, supo despertar entre sus hermanos el amor por las letras y, en particular, por el arte de la iluminación de manuscritos. También llevó a cabo amplias reformas arquitectónicas, modificando la entrada de la iglesia para lograr un mayor aislamiento entre los monjes y los ya numerosos peregrinos. Para dotar a su obra de cierta grandeza, construyó dos torres al frente de la fachada de la iglesia, unidas por un gran pórtico. En una nueva reconstrucción, dirigida por el abad Jourdain entre 1203 y 1228, se erigió la llamada “Maravilla”, la parte gótica de la abadía. Consta de dos alas, una oriental y otra occidental, ambas sostenidas por poderosos contrafuertes cimentados en la roca, que alcanzan una altura de 32 metros. La distribución de los espacios interiores es diferente: el ala oeste contiene uno de los claustros más bellos de Francia, desde el que se accede al ala este a través de una galería que comunica el claustro con el refectorio. La “Maravilla” está dividida en tres plantas superpuestas: en el piso inferior se encuentran la capellanía y los graneros; en el central, la habitación de invitados y la de los caballeros de la Orden de Saint-Michel —antiguo taller de los monjes—; y por último, en el piso superior, a la altura de la iglesia, el refectorio. Como en otros edificios góticos de la misma época, la luz se trata como un elemento vivo, susceptible de variaciones.
En 1316, durante la Guerra de los Cien Años, los ejércitos ingleses ocuparon Tombelaine, creando una fortaleza que amenazaba la integridad del Monte Saint-Michel, fiel a la corona francesa. Tras una tregua de casi setenta años, se reanudaron las hostilidades. Robert Jolivet se dedicó entonces a preparar la ciudad para un posible asedio, aumentando sus defensas y construyendo una enorme cisterna para el agua potable.
Creyendo que la causa francesa estaba perdida, Jolivet se alió con los ingleses y se convirtió en amigo y consejero del rey de Inglaterra en Normandía. Luis de Estouteville tomó entonces el control de la situación, y durante siete largos años monjes y caballeros resistieron el asedio inglés. El 10 de noviembre, el coro de la iglesia se derrumbó bajo el fuego de la artillería enemiga. Sin embargo, en 1427, en una exitosa operación, de Estouteville infligió una severa derrota al ejército inglés. Se capturaron dos bombas que aún se conservan en la abadía con el nombre de michelettes. Pero el intrépido defensor no se dejó embriagar por el éxito y añadió al Châtelet (parte fortificada) un nuevo elemento de defensa: una estructura rectangular con almenas que obligó a los ingleses a someterse a su fuego en las inmediaciones de la ciudadela. El año 1450 marcó el final de la Guerra de los Cien Años y la liberación definitiva del Monte Saint-Michel. La Revolución Francesa no perdona al Monte Saint-Michel A principios del siglo XVII, el cardenal de Béville decidió introducir una reforma de San Mauricio en la abadía. Los nuevos monjes abandonaron el dormitorio y trasladaron sus celdas al refectorio, dividiendo la sala en dos e introduciendo desafortunados cambios estructurales. Además, en 1780, la fachada románica, que amenazaba con derrumbarse, fue demolida y sustituida por el modesto portal neoclásico que puede verse en la plataforma oeste.
La Revolución Francesa sorprendió a la abadía de Saint-Michel en plena decadencia, convirtiéndola en objeto de saqueos y profanando sus reliquias sagradas. En 1791, los últimos monjes fueron expulsados de la abadía, que se convirtió en prisión: más de 300 sacerdotes que rechazaban la constitución civil del clero fueron encarcelados allí a partir de 1793. Setenta años más tarde, en 1863, la prisión fue clausurada por decreto imperial y la abadía fue finalmente devuelta al culto y ocupada por los monjes de Saint-Edme de Pontigny. Emprenden entonces las obras de reconstrucción del Monte Saint-Michel, que se prolongan hasta bien entrado el siglo XX. La “cereza en el pastel” de este minucioso trabajo fue la colocación de una estatua dorada del arcángel, de cuatro metros de altura, en la aguja del Monte Saint-Michel. Esta aguja es obra de Eugène Viollet-le-Duc (1814-1879), el genial arquitecto que también diseñó la flecha de la catedral de Notre-Dame de París. En 1966, una pequeña comunidad monástica benedictina se instaló en la abadía, sustituida en 2001 por la Fraternidad Monástica de Jerusalén.4 Milagros y la increíble peregrinación de los niños
El Monte Saint-Michel es un lugar privilegiado de milagros. Desde 709, bajo la orientación del arcángel, san Aubert hace brotar de la punta de su cruz un manantial de agua pura, indispensable para la supervivencia de los canónigos de la isla. El manantial tiene el poder de curar las fiebres. En 1050 y 1263, los religiosos oyeron a los serafines cantar el Kyrie eleison, mientras figuras de fuego giraban alrededor del altar. El viernes 3 de noviembre de 1452, hacia las 9 de la noche, impactó un rayo, comenzó una intensa granizada y una llama ardiente se extendió en chispas alrededor de la campana. Todo el monasterio quedó iluminado. El fenómeno culminó media hora más tarde con un rayo aún más potente que los anteriores. Monte Saint-Michel también fue testigo de un fenómeno sorprendente y misterioso, sin precedentes en los grandes santuarios cristianos: la aparición de grupos de niños en interminables procesiones que cruzaban la bahía para venerar al arcángel. Aparecieron por primera vez en 1333, poco antes del comienzo de la Guerra de los Cien Años. ¿Por qué treinta mil niños, algunos de apenas nueve años de edad, hacían este viaje? Algunos decían que era la voluntad de Dios, otros que las voces les habían ordenado hacer la peregrinación. Partían de repente, a veces sin avisar a sus padres, formando grupos que crecían de aldea en aldea. El fraile dominico Pierre Herp relató la partida de 1.100 niños alemanes en julio de 1450. Las Memorias de Colonia narran que en 1455, “hubo una impresionante procesión al Monte de San Miguel en Normandía, una peregrinación que duró alrededor de dos años y estuvo formada por niños de ocho, nueve, diez y doce años de edad procedentes de pueblos, ciudades y aldeas de Alemania, Bélgica y otras regiones. Se reunían en grandes grupos, dejando atrás a sus padres y familias; la procesión iba encabezada por estandartes que representaban a san Miguel… Estos pequeños peregrinos se comportaron dignamente y recibieron comida y bebida a lo largo del camino. Al llegar al Monte de San Miguel, ofrecieron sus estandartes al arcángel”. No me queda más que decir: ¡increíble y magnífico!
Notas.- 1. Para el presente artículo nos basamos principalmente en lo que el padre Marcello Stanzione escribió sobre este santuario en su libro Pellegrino tra i santuari dell’arcangelo Michele – La linea angelica (Peregrino entre los santuarios del arcángel Miguel – La línea angélica).
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