Página Mariana “Dios está contento con vuestros sacrificios”

La aparición del 13 de setiembre de 1917

Continuado con la transcripción de algunos trechos del libro “Nuestra Señora de Fátima”,1 llegamos al capítulo XII en donde la Virgen elogia el espíritu de penitencia de los videntes, si bien les recomienda moderación.

William Thomas Walsh

Los tres niños se encontraban en la estrecha calle de Aljustrel comentando sus aventuras, cuando Lucía se fijó que casi bajo sus pies desnudos había un rollo grande de soga. Lo cogió descuidadamente, pero su aspereza le arañó en el brazo. Esto le sugirió una idea: —¡Mirad! ¡Esto hace daño! Podemos hacer un cinturón con la soga y ofrecer este sacrificio a Dios.

Dividiéndola en seguida en pedazos, cada uno se puso un trozo alrededor del cuerpo, sobre la piel. Día y noche llevaban con gusto este improvisado cinturón, aunque picaba, excoriaba la piel y producía una comezón casi irresistible, perturbando su descanso durante la noche e impidiéndoles a veces pegar un ojo. ¿Qué era la salud comparada con la ilusión de salvar almas del infierno? Y ¿qué era el bienestar corporal frente a las alegrías de una gloria eterna?

Le hacía más daño a Jacinta el oír a la gente maldecir o emplear un lenguaje desvergonzado, que el cilicio que voluntariamente llevaba. En tales ocasiones se cubría la cara con sus manos y exclamaba:

¡Oh, Dios mío, esta gente no sabe que por decir tales cosas puede irse al infierno! ¡Perdónales, Jesús mío, y conviértelos! Entonces rezaba la oración que la Señora le había dicho que agregara al rosario.

Había muchas señales concretas de que estas penitencias agradaban a Dios, y que Jacinta en particular progresaba en el camino de la santidad. Demostraba tener mayor paciencia, mayor resistencia al sufrimiento y se mostraba más cariñosa; tuvo muchas visiones de cosas que sucedieron más tarde; y en opinión de Lucía debió ya haber recibido por esa época el don de la sabiduría infusa. Un día rezó tres Avemarías por una infeliz mujer con una terrible enfermedad, y todos los síntomas desaparecieron. Había otra mujer en Aljustrel que nunca perdía ocasión de ultrajar a los tres niños, acusándoles de mentirosos e impostores. En vez de irritarse, decía Jacinta:

Debemos pedir a Nuestra Señora que convierta a esta mujer. ¡Tiene tantos pecados que no confiesa, que se irá al infierno! Ofreció algunas penitencias por ella. Y nunca más les volvió a dedicar palabras ofensivas.

Hubiera sido difícil decir qué contrariaba más a los niños, si los grupos de los devotos o los de aquellos que se manifestaban como tales, agolpándose a sus puertas diariamente y molestando la existencia de sus familiares, o la oposición, que incongruentemente abarcaba a la mayoría del clero y de muchos católicos sinceros junto con carbonarios radicales y liberales con todos los matices de la incredulidad. Si bien podía decirse en favor de los que se burlaban, el que no acudían a llamar a todas las horas a la puerta de Lucía, pidiendo un pedazo de su pañuelo como reliquia, o pretendiendo tocar su pelo, o insistiendo en que cuando viese a Nuestra Señora se acordase de todos los síntomas de la enfermedad de riñón de la prima Quiteria o de las numerosas cualidades de Antonio, el hermano, para alcanzar una posición mejor de la que tenía. Y las diatribas de la prensa anticlerical no irritaban a nadie en Aljustrel porque persona alguna las leía.

De vez en cuando la oposición realizaba algún esfuerzo especial para que se la tildase de impertinente. Había un cierto periodista llamado José do Vale, que editaba un periódico anarquista bajo el título O Mundo. Era, además, un incansable folletinero con un don especial para lanzar vituperios a sus enemigos, atribuido a su hábito de emborracharse antes de sentarse a escribir. Su indignación relacionada con el escándalo de Cova da Iría la exteriorizaba en folletos que eran vendidos en Torres Novas, Ourem y otros pueblos de la Serra.

Si todo se hubiese limitado a esto, los humildes cristianos de la Serra podían darse por satisfechos, consolándose con las palabras: “Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya, pero como no sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo, por eso el mundo os odia” (Jn 15, 18-19).

*   *   *

El 12 de setiembre los caminos estaban llenos de peregrinos, y al atardecer las casas de los Marto y dos Santos estaban rodeadas por ellos, como en el mes anterior. La mayoría de esta gente durmió en el campo. A la salida del sol del día 13 se encontraban miles de personas en Aljustrel y Cova da Iría rezando el rosario o la letanía de Nuestra Señora. Cuando los tres niños se disponían a partir para el lugar de las apariciones, la carretera principal estaba tan abarrotada de gente, que era imposible dar un paso. “Todos nos querían ver y hablar —escribió Lucía—. ¡Allí no había respeto humano. Numerosas personas y hasta ciertas señoras y caballeros, pasando por entre la multitud que se apiñaba a nuestro alrededor, se postraban de rodillas ante nosotros y nos pedían que presentásemos sus necesidades a Nuestra Señora”. Otros, incapaces de aproximarse, gritaban:

La familia Marto en las escaleras de una casa vecina

—¡Por amor de Dios, pidan a Nuestra Señora que cure a mi hijo, que está ciego!

—¡Y por el mío, que está sordo!

—¡Y que traiga a mis hijos, que están en la guerra, a casa!

—¡Y a mi marido!

—¡Y que convierta por mí a un pecador!

—¡Que me dé salud, pues tengo tuberculosis!

Y así sucesivamente.

“Allí aparecían todas las miserias de la pobre humanidad —continúa Lucía—. Algunos gritaban desde los árboles o en las paredes donde se habían subido para vernos pasar. Diciendo a unos que sí y dando a otros la mano para ayudarles a levantarse del suelo, fuimos andando gracias a unos señores que abrían paso entre aquella multitud.

“Cuando ahora leo en el Nuevo Testamento esas escenas tan encantadoras del paso de Nuestro Señor por Palestina, recuerdo estas que, tan niña aún, Él me hizo presenciar en esos pobres caminos y carreteras de Aljustrel a Fátima y Cova da Iría. Y doy gracias a Dios ofreciéndole la fe de nuestro buen pueblo portugués. Y pienso:

“Si esta gente reacciona así delante de tres pobres criaturas, solo porque a ellas se les concedió misericordiosamente la gracia de hablar con la Madre de Dios, ¿qué no haría si viese delante de sí al mismo Jesucristo?

“Llegamos por fin a Cova da Iría, junto a la carrasca, y comenzamos con el pueblo a rezar el rosario”.2

Y ¡qué muchedumbre! Era mayor que nunca, compuesta de peregrinos procedentes de todos los puntos de Portugal. Y además de los usuales campesinos descalzos, ricos y pobres, trabajadores, señoras y caballeros de muchas aldeas y poblaciones, había hasta treinta jóvenes seminaristas y cinco o seis sacerdotes. Uno de estos últimos era el reverendo monseñor João Quaresma. Otro era el reverendo padre Manuel Pereira da Silva, entonces vicario en Leiria, que acudía a Cova da Iría (según me dijo) principalmente por curiosidad, sin idea preconcebida ni en uno ni en otro sentido. Estos sacerdotes, con el párroco de Santa Catalina y monseñor Manuel do Carmo Góis, habían salido temprano de Leiria en aquella hermosa mañana de setiembre, instalados en un coche desvencijado arrastrado por un viejo y decrépito caballo. Cuando al fin llegaron después de un viaje molesto, lograron una posición ventajosa en un altozano que dominaba el amplio anfiteatro natural, ya cuajado de personas humanas.

“Al mediodía se hizo completo silencio. Se oía el murmullo de las preces —escribió monseñor João Quaresma quince años más tarde—. De repente suenan gritos de júbilo… Óyense voces que alaban a la Virgen. Levántanse brazos para apuntar algo en lo alto. —¿No ven, no ven? —¡Sí, ya lo veo! La satisfacción brilla en los ojos de los que ven. En el cielo azul no había una nube. Levanto yo también los ojos y me pongo a sondear la amplitud del cielo, para ver lo que los otros ojos más felices que los míos contemplan. —¡Mire usted allá!…

“Con gran satisfacción mía, veo clara y distintamente un globo luminoso, que se movía de oriente a poniente, deslizándose lento y majestuoso a través del espacio. Mi amigo miró también y tuvo la felicidad de gozar de la misma inesperada y encantadora aparición… cuando de repente el globo, con su luz extraordinaria, desapareció de nuestra vista…

“—¿Qué piensas de ese globo?, pregunté a mi amigo que estaba entusiasmado con lo que había visto.

Venerable Manuel Nunes Formigão (1883-1958) considerado el “cuarto vidente” de Fátima

“—Que era Nuestra Señora, respondió sin titubear.

“Esa era también mi convicción. Los pastorcitos contemplaron a la misma Madre de Dios, a nosotros nos fue concedida la gracia de ver la carroza que la había transportado del cielo al erial inhospitalario de Serra da Aire.

“Debemos decir que todos los que allí estaban habían observado lo mismo que nosotros. Porque de todas partes se oían manifestaciones de alegría y saludos a Nuestra Señora. Muchos sin embargo no veían nada.

“Nos sentíamos de verdad felices. ¡Con qué entusiasmo iba mi compañero de grupo en grupo, en Cova da Iría, y luego por el camino, informándose de lo que habían visto! Las personas interrogadas eran de las más diversas clases sociales; todas a una afirmaban la realidad de los fenómenos que nosotros mismos habíamos presenciado”.2

Mientras tanto, la Señora se había aparecido a los tres niños, y Lucía y Jacinta habían escuchado su voz adorable en la más corta de todas las conversaciones.

—“Continuad rezando el rosario, dijo, para alcanzar el fin de la guerra. En octubre veréis también a Nuestro Señor, a Nuestra Señora de los Dolores y del Carmen, y a san José con el Niño Jesús, para bendecir al mundo. Dios está contento con vuestros sacrificios; pero no quiere que durmáis con la cuerda; llevadla solo durante el día.

—“Me han dicho —dijo Lucía— que le pida muchas cosas: la curación de un sordomudo, la curación algunos enfermos…

—“ —contestó la Señora— curaré algunos, a otros, no. En octubre haré el milagro para que todos crean”.3

Y desapareció del mismo modo que había venido.

Así terminó la quinta aparición, tal como Lucía la anotó. Breve como había sido, dejó a los niños confirmados en su fe y muy consolados.

¡Qué reconfortados estaban con la idea de dejar de llevar por la noche la áspera soga rozando sus tiernos cuerpos! Sin embargo, lo que más agradaba a Francisco era la promesa de la Señora de que el próximo mes vería a Nuestro Señor.

—¡Ay qué bueno! —exclamó—. ¡Solo un mes más, yo que le quiero tanto!

Uno de los sacerdotes presentes en Cova da Iría el 13 de setiembre fue el Dr. Manuel Nunes Formigão, canónigo de la catedral de Lisboa y profesor en el seminario de Santarém. Célebre en todo Portugal por su integridad y sabiduría, había sido encargado por el administrador del Patriarcado en Lisboa para que investigase los extraños sucesos, de los que habían llegado noticias contradictorias hasta la capital. Situado en el camino a unos doscientos metros de la carrasca, había observado el peculiar oscurecimiento de la luz solar en un cielo sin nubes, pero había descontado esto como un posible fenómeno natural debido a la altitud de la Sierra, con cerca de 800 metros sobre el nivel del mar. No había visto el globo luminoso citado por Mons. Quaresma y otros, pero el hecho de que estuviesen tan seguros de ello le convenció que debían haber observado algo extraordinario, y esto incitó su curiosidad para llegar al fondo de todo el asunto. Con este fin volvió a Fátima el jueves 29 de setiembre, y se dirigió a Aljustrel para hacer indagaciones. Tanto María Rosa como Olimpia le recibieron con todo respeto y enviaron emisarios en busca de los niños. Lucía estaba en Cova da Iría, y los otros dos jugando cerca del pueblo. Jacinta fue la primera en llegar.

La niña parecía algo asustada y turbada, en opinión del padre Formigão, pero respondió prontamente, y pareció tranquilizarse después que apareció su hermano con el sombrero puesto. Cuando Jacinta le hizo señas para que se lo quitase, no le prestó atención, sino se sentó en un banquillo y miró atentamente al sacerdote. Al ser preguntado por este, contestó con calma, sin muestra alguna de turbación. El visitante decidió interrogarle primero y envió a Jacinta a la calle para que jugase con algunas otras niñas hasta que él hubiera terminado. Después llamó a Jacinta y la preguntó por separado.

Mientras, Lucía había regresado de Cova da Iría. Era la más dueña de sí de los tres, según afirmó el canónigo Formigão cuando publicó su primer relato de las conversaciones en 1921. Hizo también la observación de que era una niña robusta, saludable, de aspecto normal, sin señales de vanidad ni rasgos patológicos de ninguna clase. La pobre María Rosa rondaba por las proximidades cual hembra de pájaro ansiosa por su cría, angustiada y quejándose, como de ordinario. El ojo perspicaz del sacerdote notó una gotera en el techo.

Las tres indagatorias (que han sido copiadas al pie de la letra en los libros del Dr. Formigão, de los padres De Marchi y Fonseca) dan la impresión, a este lector al menos, que los niños dijeron con sinceridad lo que habían visto y oído. Las pocas y ligeras discrepancias no tienen importancia. Jacinta, por ejemplo, dijo sin titubear, como los otros lo hicieron, que la Señora tenía el rosario en la mano derecha. Cuando la pregunta fue repetida con alguna insistencia, se azoró un poco, tratando de imaginar cuál de sus propias manos correspondía a aquella de la que colgaba el rosario de la Señora. Por su parte, Francisco dijo que no pudo verle sus orejas porque estaban tapadas con su manto; Jacinta convino en ello. Pero Lucía tenía la impresión de haber visto unos pendientes pequeños que brillaban. Al principio dijo también que había visto una orla de oro reluciente en la túnica de la Señora; más tarde era de la opinión que esto era sencillamente un reborde más intenso de la luz con la que toda la visión, incluyendo el ropaje, parecía estar hecha. Esta clase de discrepancia es de esperar en todo testimonio humano. El examen de Lucía es el más largo y detallado de los tres. Posiblemente el sacerdote había oído algunos de los confusos rumores sobre el ángel en 1915 ó 1916, pues casi al comienzo le preguntó al respecto.

*   *   *

El doctor Formigão admitió que los niños le habían causado una favorable impresión. No obstante, después de reflexionar toda la cuestión en el seminario de Santarém, preparó otra serie de preguntas de un fondo más investigador y fundamental, ideadas para poner de manifiesto las mañosas imposturas, si es que las había, de influencias subconscientes o satánicas. El 10 de octubre subió a un tren para Chão de Maçãs y allí alquiló un caballo y una calesita de dos ruedas que le condujo a Vila Nova de Ourem. Eran las once de la noche cuando llegó a un humilde villorrio llamado Monteio, a unos tres kilómetros de Fátima. Allí encontró un seudónimo, el Vizconde de Montelo, y un alojamiento durante la noche con una familia llamada Gonçalves, que pudo proporcionarle informaciones completas sobre las familias Marto y dos Santos.

Las dos primas, Lucía dos Santos y Jacinta Marto, fotografiadas el 17-09-1917

Todo el mundo estaba conforme en que tío Marto era el vecino de las montañas más digno y merecedor de confianza: de hecho, era incapaz de engañar a nadie, y él y su mujer Olimpia eran respetados por todos como buenos católicos que practicaban lo que profesaban. María Rosa era devota, honrada y muy trabajadora. Su marido Antonio era indiferente en materia de religión, pero no había malicia en él. Ninguna de las dos familias era pobre, conforme a los cánones de la Serra. Ninguna de las dos había hecho tampoco nada para hacer dinero con motivo de las apariciones, sino todo lo contrario: habían desalentado el culto que tantas molestias les había proporcionado, y esto se aplicaba especialmente a los dos Santos. Los niños también eran queridos por todos. La mayoría de la gente no les había creído en mayo y junio, pero estaban ahora inclinados a aceptar su historia, ya que muchos habían visto la nube sobre el árbol el 13 de agosto y observaron los otros fenómenos extraños en agosto y setiembre. Con todo este acopio de datos presentes en su mente, el doctor Formigão siguió el 11 de octubre hasta Aljustrel y visitó de nuevo la casa de Antonio dos Santos.

Mientras buscaban a Lucía, el investigador observó que la gotera en el techo seguía aún sin reparar, y preguntó algunas cosas a María Rosa. Tenía especial curiosidad en saber si alguna vez había leído a Lucía la bien conocida historia de la aparición de Nuestra Señora a dos niños pastores, Maximino y Melania, en La Salette, en el sur de Francia, el 19 de setiembre de 1846. Había ciertas semejanzas entre aquel episodio y los de Fátima. En La Salette, Nuestra Señora había dicho a los niños un secreto que ellos solo revelaron al Papa Pío IX, y Ella les anunció grandes calamidades si el pueblo de Francia no dejaba de ofender a Dios. La similitud no era necesariamente concluyente, aunque podía ser significativa. El padre Formigão deseaba saber si Lucía se había impresionado mucho con el relato francés. María Rosa opinó que no; la niña nunca lo había mencionado de nuevo, por lo que ella podía recordar. Cuando la niña apareció, fue interrogada durante algún tiempo en presencia de cuatro testigos.

—¿Qué dijo la Señora que haría para que la multitud creyese que se había aparecido? —preguntó el canónigo Formigão.

—Dijo que iba a realizar un milagro.

—¿Cuándo dijo esto?

—Lo dijo varias veces: una vez, con ocasión de su primera aparición. Y cuando yo le hice la pregunta:

—¿No tienes miedo que la gente se pueda meter contigo si en ese día no ocurre nada extraordinario?

—No tengo miedo alguno —replicó Lucía.

—¿No viste nunca a la Señora persignarse, rezar o pasar las cuentas del rosario?

—No…

—¿Te pidió que rezases por la conversión de los pecadores?

—No. Me dijo que rezase a la Virgen del Rosario para que terminase la guerra.

Lucía explicó más tarde que la Señora había pedido más bien sacrificios que oraciones por la conversión de los pecadores.

—¿Viste los detalles que observaron otras personas, tales como una estrella y rosas dispersas en la vestidura de la Señora?

—No vi la estrella ni ningún otro distintivo.

—¿Puedes leer?

—No, no sé.

—¿Vas a aprender a leer?

—No, no voy.

—¿Cómo obedecerás, pues, el mandato que la Señora te ha dado respecto a esto?

Lucía permaneció callada. Como explicó después, no quería acusar o poner en un aprieto a María Rosa.

Finalmente, el sacerdote preguntó:

—¿Sabías que tu madre leyó el libro llamado Misión breve, donde se cuenta la historia de la aparición de Nuestra Señora a un niño y a una niña?

—Sí, lo sabía.

—¿Pensaste con frecuencia en esa historia y hablaste de ella con otras niñas?

—No pensé en esa historia ni se la conté a nadie.

El canónigo Formigão se dedicó entonces a interrogar a Jacinta:

—¿Escuchaste tú también el secreto o solo fue dicho a Lucía?

—Yo también lo oí.

—Y ¿cuándo lo oíste?

—La segunda vez, el día de san Antonio.

—¿Consiste este secreto en que serás rica?

—¡No!

—¿En que serás buena y feliz?

—No, es para el bien de los tres.

—¿En que irás al cielo?

—No.

—¿No puedes revelar el secreto?

—No.

—¿Por qué?

—Porque la Señora dijo que no revelásemos el secreto a nadie.

—Si la gente conociese el secreto, ¿se pondría triste?

—Sí, se pondría.

Le tocó ahora el turno a Francisco.

—¿Qué edad tienes?

—Tengo nueve años.

—¿Solo viste a la Señora o también oíste lo que dijo?

—Solo la vi. No oí nada de lo que dijo.

—¿Había alguna luz alrededor de su cabeza?

—Sí, la había.

—¿Pudiste ver bien su cara?

—Podía verla, pero solo un poco por razón de la luz.

—¿Había algunos adornos en sus vestiduras?

—Había algunos rebordes de oro.

—¿De qué color es el crucifijo?

—Es blanco.

—¿Y la cadena del rosario?

—También blanca.

—¿Se entristecería la gente si conociese el secreto?

—Desde luego.

Los santos Francisco y Jacinta Marto en 1917

El doctor Formigão salió convencido de que los tres le habían dicho la verdad, cualquiera que fuese la explicación final. Se inclinaba a pensar que la prueba de si habían sido o no víctimas de alguna alucinación sería el “milagro” prometido por la Señora para el 13 de octubre. Se marchó decidido a todo trance a acudir a Cova da Iría en dicho día.

Otro sacerdote que examinó a los niños por esos días fue el padre Poças, párroco de Porto do Mos. Es el tío Marto quien recuerda cuán bruscamente este inquisidor de motu proprio dijo a Lucía: —Mira niña, ahora me vas a decir que todo es mentira y brujería. Si no lo haces, me encargaré yo de decirlo y de que se sepa en todas partes… ¡Todo el mundo me creerá… y no te escaparás!

Lucía no contestó. El párroco estaba furioso o aparentaba estarlo. Pero al final, después de haber hecho toda clase de esfuerzos para quebrantar la reserva obstinada de la niña, después de haber llegado hasta acusar al tío Marto como cómplice de un gigantesco fraude, admitió que él creía que decían la verdad.

Sin embargo, ante la actitud de un sacerdote tan recelosa y amenazadora no puede sorprender que María Rosa estuviese atemorizada. Tenía el convencimiento de que Lucía estaba comprometida y que sería castigada al final. De hecho, todos los dos Santos, menos Lucía, estaban en un estado de ánimo parecido al pánico cuando amaneció aquel 12 de octubre en Aljustrel. María Rosa y su marido razonaban que ya de por sí resultaba bastante mal que la niña hubiese iniciado por sí la superchería; que aún era peor que la hubiese prolongado obstinadamente en los meses pasados; pero lo más grave de todo era que ella había tenido la increíble desfachatez de prometer a todo el mundo un milagro, nada menos que a una hora determinada en un día definido: ¡el 13 de octubre! ¿Y qué diría y haría el pueblo engañado cuando no ocurriese el milagro? Indudablemente se volverían todos enfurecidos contra Lucía y la destrozarían. Muchos de los lugareños hacían predicciones similares. Una mujer decía que Lucía dos Santos debía ser quemada antes de que causase la perdición de todos sus familiares.

María Rosa hizo a su hija una última y patética súplica: —Es mejor para nosotros ir y descubrirlo todo —dijo—. La gente dice que mañana vamos a morir en Cova da Iría. Si la Señora no hace el milagro, la multitud nos matará.

—No tengo miedo, madre —replicó Lucía—. Estoy segura de que la Señora hará todo lo que prometió.

—Mejor haríamos en ir a confesar y prepararnos para morir.

—Si quieres que te acompañe a confesar, lo haré; pero no por esa razón. María Rosa dio media vuelta, perdida toda esperanza de convencerla.

Aquella tarde se nubló, y una niebla fina y fría comenzó a caer sobre el paisaje otoñal y tristón de la Serra da Aire. Los pastores de Aljustrel encerraron temprano a sus rebaños, pues era evidente que por el Nordeste avanzaba un fuerte temporal.

 

Notas.-

1. William Thomas Walsh (1891-1949), Nuestra Señora de Fátima, Espasa-Calpe, Madrid, 1953, p. 159-175.
2. Memoria IV apud Antonio María Martins SJ, El futuro de España en los documentos de Fátima, Ediciones Fe Católica, Madrid, 1989, p. 138.
3. Carta del 13 de octubre de 1932 apud Giovanni De Marchi, Era una Señora más brillante que el sol, Edições Missões Consolata, Fátima, 2006, p. 131-132.
4. Memoria IV, op. cit, p. 138-139.

Mil años de la abadía del Monte Saint-Michel San Andrés Kim y compañeros mártires
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