PREGUNTA He oído hablar de que el milagro de Fátima es de orden espiritista, siendo la Virgen una aparición y, los tres pastorcitos, médiums que consiguieron ver, oír y hablar con la Virgen. ¿Cómo defenderme cuando soy cuestionada por adeptos de la doctrina espiritista?
Según la doctrina espiritista, las almas de las personas fallecidas pueden comunicarse con los vivos, cuando son invocadas por éstos, en general a través de personas especialmente aptas para captar los mensajes de esos espíritus. Tales personas servirían, pues, de intermediarios entre las almas de los muertos y los vivos: de ahí el nombre de médiums. Según los adeptos de la doctrina espiritista que asedian a nuestra consultante, los pequeños videntes de Nuestra Señora en Fátima habrían sido médiums que retransmitían a los circunstantes cuanto oían de la Virgen Santísima, la cual, además, se les aparecía visiblemente. No es de hoy que sectarios del espiritismo presentan tal versión de las apariciones marianas de Fátima (1917). Pero, en esa lógica, tal versión se aplicaría también a las apariciones de Nuestra Señora a Santa Catarina Labouré, en la Rue du Bac, en París (1830); a Melania Calvat, en La Salette (1846); a Santa Bernardita Soubirous, en Lourdes (1858); y a todas las demás apariciones de Nuestro Señor Jesucristo y de santos, ocurridas a lo largo de dos mil años de historia de la Iglesia. Con eso, todo el capítulo de las apariciones y visiones sobrenaturales es cuestionado con la interpretación insofismable de la Santa Iglesia Católica. ¿Quién tiene la razón? Destino de las almas después de la muerte Con la muerte, el cuerpo se desintegra y el alma —que es espiritual y, por lo tanto, inmortal— se separa del cuerpo, siendo juzgada por Dios en ese necesario momento. Es el juicio particular. Si ella está absolutamente exenta de pecado, incluso venial y sin ninguna culpa que pagar —lo que es rarísimo— va inmediatamente al cielo. Si la persona murió en estado de gracia, es decir, arrepentida de todos los pecados mortales que cometió y de ellos fue absuelta en confesión válida o por un acto de contrición perfecta, pero aún tiene culpas que pagar, va al purgatorio. Allí ella es purificada de todas las manchas y de todo afecto al pecado, incluso venial, que quedaron en su alma y que le impiden ver a Dios cara a cara en el cielo. Esa purificación es un proceso doloroso para el alma, porque nada es más difícil que corregirse de los modos errados de ver y juzgar las cosas, y de las tendencias hacia el mal que, debido al pecado original y a los pecados actuales, permanecen en nosotros hasta el momento de la muerte. Por eso la doctrina católica tradicional compara ese proceso de rectificación del alma con un fuego purificador. Pero un fuego de naturaleza especial que quema las almas, como el fuego de la tierra quema los cuerpos. Cuando en esta tierra rezamos y hacemos sacrificios por los almas del purgatorio, aceleramos ese proceso de purificación, cargando con parte del sufrimiento de ellas. Y, sobre todo, cuando ofrecemos por ellas el Santo Sacrificio de la Misa, pidiendo a Dios que les aplique los méritos infinitos del sacrificio redentor de Cristo. Purificada así por ese proceso —que puede ser más o menos extenso y doloroso— el alma está en condiciones de ser llevada al cielo, donde se reunirá a todos aquellos que la precedieron in signum fidei (con la señal de la fe), como dice la liturgia de la Santa Iglesia. Y en el cielo quedará aguardando la resurrección general de los cuerpos, en el fin del mundo, cuando cada alma se reunirá al respectivo cuerpo, restaurado en la plenitud de su vigor y sublimado en el esplendor de un cuerpo celestial. De los que cometieron la locura de volver sus espaldas a Dios por el pecado mortal y murieron en ese estado, no hablemos de ellos, pero apliquemos el consejo del poeta Dante: “non ragioniam di lor, ma guarda e passa” (no pensemos en ellos, sólo mira y pasa). Su destino es el fuego eterno del infierno, que quema las almas y los cuerpos, sin nunca extinguirlos. Las almas antes de la resurrección de los cuerpos Contrariamente a los ángeles, que son puros espíritus, las almas humanas necesitan del cuerpo para manifestarse y ejercer sus funciones normales. Así, estén en el purgatorio o ya en el cielo, ellas no tienen por sí mismas los medios de comunicarse con los hombres que están en este mundo. La doctrina espiritista se abstiene de explicar cómo eso es posible, e imagina que fuerzas mediúmicas atraen las almas a esta tierra a fin de comunicarse con los hombres. Esto sólo sería posible con el permiso divino, y con la intermediación de ángeles que servirían como de altoparlantes para esas almas, destituidas como están de boca y cuerdas vocales. De ahí el fundado temor de la Santa Iglesia de que los demonios, que son ángeles caídos, sirvan de intermediarios para las almas que están bajo su poder en el infierno, para que, bajo pretextos alegadamente buenos, vengan a esta tierra para atormentar a los vivos con comunicaciones o prácticas funestas. Por eso la Iglesia prohíbe terminantemente que los fieles católicos participen —bajo pena de excomunión— en sesiones espiritistas, aunque se presenten como meros espectadores y declaren expresamente que no quieren tomar ningún contacto con los espíritus malignos. Visiones y comunicaciones celestiales No existe, por lo tanto, razón alguna para suponer que las visiones y comunicaciones celestiales, como las de Fátima, Rue du Bac (Medalla Milagrosa), La Salette, Lourdes, y tantas otras reconocidas por la Iglesia como dignas de crédito, como las del Sagrado Corazón de Jesús a Santa Margarita María (siglo XVII), se encuadren en el marco de la doctrina espiritista. Después de la Revelación oficial del Nuevo Testamento —que terminó con la muerte del último Apóstol—, todo cuanto era estrictamente necesario que los hombres cumplan para alcanzar la salvación eterna les viene siendo transmitido fielmente por la Tradición católica y es custodiado por el Magisterio infalible de la Iglesia. No obstante, Dios ha juzgado conveniente hacer comunicaciones especiales para orientar a los hombres en ciertas circunstancias históricas. Son las llamadas revelaciones particulares hechas a almas escogidas. El modo de esas comunicaciones presenta una vasta gama de formas y aspectos, a veces dando origen a grandes santuarios muy conocidos y frecuentados por los fieles, como, por ejemplo, el de Lourdes en Francia. Querer asociar esas comunicaciones al esquema mediúmico de la doctrina espiritista es una arbitrariedad sin ningún fundamento en los hechos. La consultante puede estar tranquila y desdeñar el asedio de los secuaces de esa doctrina, que no pasa de una mera elucubración, sin ningún valor religioso o intelectual.
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