Párroco, fundador y reformador Poco conocido en América Latina, san Pedro Fourier fue un gran sacerdote, comparable al santo Cura de Ars como párroco, a san Juan Bosco Plinio María Solimeo Muchos son los santos que deben su propensión a la virtud al hecho de nacer en una familia bien constituida y de tener padres piadosos. San Pedro Fourier no es una excepción a esta regla. Sus padres, Domingo Fourier y Ana Nacquart, fueron modestamente dotados de bienes terrenales, pero ricos en bienes celestiales. Y legaron a sus cinco hijos, como su mayor tesoro, la integridad de la fe. San Pedro Fourier nació el 30 de noviembre de 1565 en Mirecourt, en los Vosgos, región de Lorena (Francia), entonces un ducado independiente. Sus padres le consagraron expresamente a Dios y le destinaron —en caso de que correspondiera a sus deseos— al servicio del altar. Dios aceptó benignamente este ofrecimiento, colmando al niño de gracias especiales. Desde temprana edad, Pedro tuvo una fuerte inclinación hacia la virtud, en particular hacia la pureza. Siendo muy pequeño, no toleraba que ninguna parte de su cuerpo quedara al descubierto, ni siquiera a la hora de cambiarse. Lloraba desconsoladamente, y solo se calmaba cuando quedaba completamente vestido. Entonces sonreía y se volvía dócil y apacible. A medida que crecía, se volvía más modesto en sus miradas, moderado en sus risas, inocente en su forma de actuar, exhibiendo en todas las diversiones propias de su edad una madurez que provocaba la admiración de cuantos le observaban. Lo que en él más atraía y encantaba era, sobre todo, una profunda bondad de corazón. Todos se sentían a gusto con él, y uno sabía que en su presencia no habría críticas vanas, rivalidades, peleas, disputas, ni ninguna de esas cosas tan comunes entre los niños cuando entra en juego el amor propio. A los quince años de edad fue enviado a la Universidad de Pont-à-Mousson, regentada por los jesuitas, que en aquella época gozaba de gran fama debido a la excelencia de sus maestros. Pedro siguió los estudios universitarios como si viviera en un convento. Se acostumbró a comer una sola vez al día, y de preferencia los alimentos más rústicos. Suprimió el consumo de vino, tan común en aquellas tierras. Apenas bebía agua, e incluso moderadamente. Para preservar la pureza y adquirir control sobre sí mismo, empezó a flagelar su cuerpo y a usar disciplinas, que se quitaba únicamente para dormir. La protección de María Santísima fue para él fundamental. Sobre todo recurría constantemente a la Reina del Cielo para que lo tomara bajo su protección y no permitiera jamás que ninguna falta voluntaria le arrebatara la pureza virginal. Por su devoción a la Virgen, ingresó en la Congregación Mariana de la universidad. Al llegar a la madurez, había alcanzado una alta e imponente estatura, un semblante benévolo y una presencia muy agradable. Pedro aprendió tan bien el latín que era capaz de leer corrientemente los textos más difíciles escritos en aquella lengua. También aprendió el griego, para poder leer las obras de san Juan Crisóstomo y las de otros Padres griegos de la Iglesia en su versión original. Excelente alumno, con gran facilidad para comprender y explicar bien lo aprendido, aceptó de buen grado dictar clases particulares a los hijos de algunas personas de alta condición que se lo solicitaron. Lo cual le resultaría de gran provecho en un futuro, pues años después fundaría una congregación religiosa dedicada precisamente a la enseñanza. Maltrato e intento de asesinato Pedro anhelaba más bien consagrarse enteramente a Dios. En Lorena no faltaban conventos y casas religiosas llenas de fervor que pudieran atraer su espíritu. Sin embargo, eligió a los Canónigos Regulares de San Agustín en Chaumousey, muy decadentes en aquella época, ingresando en ellos a la edad de 20 años. A pesar de su profunda humildad, durante su noviciado fue mal visto por los demás religiosos, pues su estricta observancia de las reglas era un reproche constante para los demás. Al final, perseveró y fue ordenado sacerdote en 1589. Su superior lo envió de nuevo a la universidad de Pont-à-Mousson para completar sus estudios teológicos, bajo la dirección de un primo suyo, el jesuita Juan Fourier, quien tuvo también la gloria de haber formado a san Francisco de Sales. Habiendo profundizado en el estudio de la teología, de las Sagradas Escrituras y de las obras de los Padres de la Iglesia, regresó a su convento por el deseo de sus superiores de que restableciera allí la antigua regularidad y fervor.
Sin críticas ni quejas, intentó conquistar a sus hermanos con el ejemplo. La táctica no surtió efecto, porque los malos odian a los buenos porque son buenos. Tres o cuatro de los miembros más irregulares de la comunidad se conjuraron en su contra, sometiéndole a toda clase de confusiones, bromas y maltratos; incluso atentaron contra su vida al intentar envenenarle. Pero como Pedro comía tan poco, el veneno que le administraron no le hizo efecto. Su mortificación le salvó la vida. Párroco de aldea, ejemplo de vida para todos Después de dos años de continuas pruebas, tal vez para librarle de los malos tratos frente a los que Pedro parecía muy débil, el superior le nombró párroco de Mattaincourt, pueblo situado en un hermoso valle regado por el río Madon. Esta pequeña ciudad, además de su indiferencia religiosa, estaba muy influenciada por el calvinismo debido a sus relaciones comerciales con Ginebra, la ruidosa capital de esta herejía en aquella época. San Pedro Fourier no tardó en darse cuenta de que la ignorancia religiosa, la sed de placeres, la herejía y el ateísmo habían arraigado profundamente en la ciudad. Anticipándose en casi 200 años al santo Cura de Ars, empezó a reconquistar a sus feligreses, uno por uno. Visitaba sus casas, donde intentaba reunir a tres o cuatro familias, enseñándoles los preceptos del Evangelio. Les inculcaba los principios de nuestra salvación de tal manera que contagiaba a los asistentes. Acudía a los libertinos y alcohólicos, encarándolos por su impiedad y malicia. Todo ello como fruto de una caridad, una ternura y un interés superior por la salvación de sus almas que los conmovía profundamente. Asimismo tuvo que ganarse a los “espíritus fuertes” de la ciudad. Después de rezar mucho y hacer penitencia por ellos, Pedro Fourier adoptó una actitud extremadamente caritativa: fue a casa de los impíos y, con autoridad y firmeza, en el tribunal de la confesión, obtuvo frutos duraderos. Todos sabían que el párroco lo era todo para todos. Siempre estaba dispuesto, a cualquier hora del día o de la noche, a atender el menor asunto. Visitaba a los enfermos y también las escuelas, informándose del comportamiento de los alumnos, mejorando sus métodos y enseñando él mismo el catecismo a los niños. Socorrió a los artesanos y comerciantes que habían caído en desgracia. Creó un fondo para ayudarles, llamado la Bourse Saint-Èvre. Nobles empobrecidos y vergonzantes encontraban en él un apoyo seguro. Para conjurar la cólera de Dios, manifestada en flagelos naturales como inundaciones o sequías, recurrió a la Santísima Virgen como abogada y creó tres asociaciones apostólicas: una de san Sebastián para los hombres y dos para las mujeres, la del Santo Rosario para señoras y la de la Inmaculada Concepción o Hijas de María para señoritas. Hizo acuñar una medalla con la inscripción “María fue concebida sin pecado”, que distribuyó en la región de Lorena. Así, más de 200 años antes de la proclamación de este dogma, fue un propagandista de esta devoción a la Madre de Dios. Hubo un proyecto de san Pedro Fourier que sería muy apropiado para nuestros tiempos, donde todo el mundo se ahoga en una infinidad de leyes y procesos. El santo se dio cuenta de que cuanto más se multiplicaban los funcionarios judiciales, más lentos eran los procesos. Adoptó la máxima de san Agustín: “No entables juicios, o termínalos rápido”. Y concibió una asociación en la que participarían las personalidades más nobles e influyentes de la ciudad. Acompañados de algunos abogados escogidos entre los más hábiles, debían trabajar para poner fin amistosamente a los pleitos y dificultades que surgieran. Si una de las partes implicadas, creyendo tener toda la razón, se negaba a este acuerdo amistoso, había una caja común de la que la otra parte, en caso de necesidad, tomaría el dinero suficiente para continuar el proceso, sin que nadie saliera perjudicado. Las guerras de religión que se produjeron a continuación impidieron que este plan se llevara a cabo.
San Pedro Fourier cambió el rostro de Mattaincourt, que se transformó en una especie de oasis en el que florecían las virtudes cristianas. El recurso a los sacramentos se hizo frecuente, los esposos vivían en plena armonía, muchos ayunaban o utilizaban instrumentos de mortificación, e incluso llevaban un cilicio y su rosario al trabajo. Educar a la juventud para salvar la sociedad Esto llevó a los prelados de la región a pedirle que fuera a predicar misiones en sus diócesis; entrando en estrecho contacto con los vicios y las costumbres corruptas de la sociedad, que le hacían sangrar el corazón. ¿Qué podía hacer para remediar esta situación? Después de rezar y meditar largamente, llegó a la conclusión de que era necesario educar a la juventud, tan pronto como fuera capaz de instruirse, y someterla a la dirección de personas sabias y piadosas. Formando a los jóvenes desde una edad temprana, los preservaría de los males del siglo. Intentó entonces fundar un centro para la educación de los niños y otro para las niñas. Sin embargo, solo tuvo éxito con la obra para las chicas. Un siglo después, san Juan Bautista de la Salle se ocuparía de la educación de los varones. Un grupo de doncellas, dirigidas espiritualmente por él, declararon que estaban dispuestas a consagrarse a Dios en la obra que meditaba. Así surgieron las Canonesas Regulares de San Agustín de la Congregación de Nuestra Señora, que pronto se extendieron por el ducado de Lorena y por toda Francia. Antes de su muerte, san Pedro Fourier pudo ver treinta y dos monasterios firmemente establecidos. De este modo, fue el precursor de las múltiples congregaciones dedicadas a la enseñanza que surgieron más tarde en la Iglesia. Pero la caridad de san Pedro Fourier era en realidad mucho más amplia y abarcaba otras obras de apostolado. Por eso, en 1621, se empeñó en la reforma de la decadente Orden de los Canónigos Regulares, en la antigua abadía de San Remigio de Luneville, con apenas seis novicios. Dios bendijo de tal modo esta empresa que, cuatro años más tarde, ocho de las casas más notables ya habían adoptado su reforma. En 1629 formaron la Congregación de Nuestro Salvador. En 1625, san Pedro fue enviado para intentar la conversión de los habitantes del Principado de Salm, cerca de Nancy, que habían apostatado y abrazado el calvinismo. En seis meses, todos los protestantes, a los que llamaba “pobres extranjeros”, retornaron a la verdadera fe. Una de sus penas más profundas en aquella época fue enterarse de que, en su querido pueblo de Mattaincourt, cuarenta personas habían sido poseídas por el demonio y eran fuente de desórdenes en la iglesia y la parroquia. Inmediatamente acudió en ayuda de sus antiguas ovejas y, mediante exorcismos, ayunos, oraciones y penitencias, consiguió liberar a sus antiguos feligreses de la posesión diabólica. Debido a su lealtad a la Casa de Lorena, san Pedro Fourier tuvo que exiliarse en el Franco Condado, entonces bajo dominio español, donde murió el 9 de diciembre de 1640.
Obras consultadas.- —Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, Bloud et Barral, París, 1882, t. VIII.
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