Monje, ermitaño y confesor Resplandeciendo en sus santos —desde los Padres de la Iglesia hasta los doctores, teólogos, canonistas, reyes, príncipes, fundadores, amas de casa, pastores—, la Santa Iglesia ha suscitado vocaciones en todos los campos. La más sorprendente, sin embargo, es la de san Simeón el Estilita, que pasó 37 años sobre una columna en el desierto, santificándose a sí mismo y al prójimo. Plinio María Solimeo
El término “estilita” proviene del término “stylos”, columna, en griego. La vida de san Simeón está tan al margen de todas los criterios de santidad que, si no tuviéramos fuentes fidedignas, sería difícil concebirla. La primera biografía que tenemos de él fue escrita en vida por Teodoreto, obispo de Ciro, que relata los hechos de los que afirma haber sido testigo presencial. Existe también otra biografía contemporánea, de un discípulo del santo llamado Antonius, de la cual tenemos poca información. Posteriormente aparecieron otras biografías, basadas principalmente en estas dos primeras. Por extraordinaria que sea la vida de san Simeón el Estilita, está basada en hechos de primera mano y muy confiables que la excluyen del terreno de las fábulas. Por eso, ni siquiera los críticos modernos se aventuran a discutirlos. Primeros años Simeón —llamado el Viejo, para distinguirlo de los discípulos e imitadores que le siguieron— nació hacia el año 390 en Sisán (Cilicia), Siria septentrional. Según Teodoreto, Simeón fue pastor en su infancia. Cuando tenía trece años de edad, escuchó un día las palabras del Evangelio: “Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán ellos llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por micausa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo, que de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros” (Mt 5, 3-12). A pesar de su corta edad, esto le causó tal impresión que, al cumplir los 16 años, abandonó el cuidado del rebaño de su padre para ingresar en un monasterio, donde se entregó a una austeridad extrema que a todos pareció extravagante.
Por ejemplo, en una ocasión comenzó un severo régimen de ayuno durante la Cuaresma. Para aliviarlo, su superior le dejó agua y pan en su celda. Unos días después, Simeón fue encontrado inconsciente, con el agua y el pan intactos. Vieron que también llevaba un áspero cilicio hecho de hojas de palmera para mortificar su carne. Esto llevó a sus superiores a instarle a abandonar el monasterio, alegando que sus excesivos esfuerzos ascéticos eran incompatibles con el estilo de la disciplina conventual. Se refugió entonces en una cabaña del desierto, donde vivió recluido durante tres años para imitar con mayor fidelidad los sufrimientos de Nuestro Señor Jesucristo. En este aislamiento, pasó toda una Cuaresma prácticamente sin comer ni beber, aplicándose a las más severas disciplinas. Cuando terminaron sus tres años de prisión voluntaria, buscó una soledad rocosa en el desierto, donde eligió vivir como ermitaño. Sucede que la verdadera santidad atrae. Aunque se encontró disfrutando de este nuevo ambiente, que se adaptaba a su temperamento, pronto se vio descubierto e invadido por peregrinos que venían a pedirle consejo y oraciones. Esto le determinó a buscar una nueva forma de vida. Vida en las columnas
Después de buscar en los alrededores, nuestro santo descubrió, entre unas antiguas ruinas, un pilar de unos cuatro metros de altura que se había mantenido en pie. Entonces tuvo la inspiración de crear una nueva forma de piedad personal: construyó una pequeña plataforma en lo alto de este pilar —equipada con una escalera para llevarle la poca comida que necesitaba para sobrevivir y rodeada de una barandilla para no caerse—, decidido a permanecer allí hasta el final de sus días. Expuesto a la lluvia, a la nieve y al sol del verano, el paso de los días y los ejercicios le instruían para permanecer en esta situación sin miedo ni vértigo, tratando de asumir sucesivamente las diferentes posturas propias de la devoción. Así, a veces san Simeón rezaba de pie con los brazos en cruz, otras de rodillas o sentado. Esto le provocó una úlcera que le molestaba, pero no impidió su continua conversación con el Cielo. Al juzgar que aquel pilar no era lo suficientemente alto para su aislamiento, lo fue sustituyendo por otros, hasta llegar a uno de casi 28 metros de altura, alrededor del cual se erigió un doble muro para impedir que la multitud se acercara demasiado y perturbara su recogimiento. A las mujeres no se les permitía traspasar el muro, ni siquiera a su propia madre, a quien Simeón le decía: “Si somos dignos, nos veremos en la vida venidera”. La digna dama se sometió a ello, permaneciendo en el área y abrazando la vida monástica de silencio y oración. Cuando murió, Simeón pidió que le trajeran su ataúd para poder despedirse de ella. Apóstol y árbitro imparcial El número de peregrinos fue en aumento, y empezaron a llevarle a sus enfermos para que los curase y a pedirle los más diversos consejos, para presentarle sus quejas o simplemente para tener la dicha de guardar un recuerdo del santo varón. Hay que señalar que gran parte del ministerio público de Simeón, como el de otros ascetas sirios, debe considerarse en el contexto del Oriente romano. Debido a la retirada de los acaudalados propietarios de tierras a las grandes ciudades, los santos varones como Simeón empezaron a actuar como patronos y árbitros imparciales, necesarios en las disputas entre campesinos, e incluso en los litigios surgidos en las pequeñas localidades. Por eso, a pesar de su extraña reclusión, Simeón no se apartó del mundo. Comenzó a dar a los peregrinos —que subían la escalera para llegar hasta él— consejos individuales más sinceros que nunca, enseñándoles las verdades de la fe y el amor a Nuestro Señor Jesucristo, a la Santísima Virgen María y a la Santa Iglesia. En sus sermones, también arremetió contra los dos vicios más comunes de la época, el mundanismo y la usura, recomendando las virtudes de la templanza y de la compasión para combatirlos. Sometido a pruebas debido a su ascetismo
Su estilo de vida fue considerado tan extraordinario por los mediocres que empezaron a perseguirle. Hablaban con desprecio de “aquella austeridad singular”, tachándole de impostor, que llevaba aquel tipo de vida por vanidad y soberbia, para llamar la atención sobre sí mismo. Cuando se enteraron de que Simeón había elegido una nueva y extraña forma de ascetismo, los anacoretas que vivían en el desierto egipcio decidieron ir allí para examinar el caso. Querían ponerlo a prueba para determinar si sus hazañas extremas estaban fundadas en la humildad o en el orgullo. Como el santo dependía de ellos, decidieron ordenarle, bajo obediencia, que bajara de la columna. Si desobedecía, quedaría probado que el orgullo era el motor de su extraña vida, y entonces lo harían bajar por la fuerza. Pero si estaba dispuesto a someterse, lo dejarían donde estaba. San Simeón debió de bajar de la columna, porque se dice que mostró total obediencia y humildad a la orden que había recibido, y los monjes le dijeron que podía seguir llevando aquel singular estilo de vida. Su fama llega a la corte imperial Lo inusitado de la vida de Simeón impresionó tanto a sus contemporáneos que su fama se extendió por todo el Imperio Bizantino y hasta Europa. Así, además de atraer a multitudes de plebeyos, su piedad acabó llamando la atención de las altas esferas del poder espiritual y temporal. El emperador Teodosio y su esposa Eudoxia lo respetaban mucho y escuchaban sus consejos, y el emperador León prestó respetuosa atención a una carta que el santo le había enviado a favor del Concilio de Calcedonia. Cierta vez que el santo cayó gravemente enfermo, el emperador Teodosio envió a tres obispos para instarle a que bajara de su columna y consultara a los médicos. Pero Simeón prefirió dejar su curación en manos de Dios y al poco tiempo sanó. Lo que favoreció en gran medida el conocimiento universal de su singular vida fue el enorme número de pinturas que lo representan en el mundo entero. Aunque era analfabeto, Simeón mantuvo una extensa correspondencia a través de uno de sus discípulos, a quien generalmente iban destinados. Muchas de esas cartas aún existen; una de ellas está dirigida a santa Genoveva, la futura patrona de París. Muerte y glorificación Al cabo de 37 años de perseverancia sobre sus columnas, san Simeón murió el viernes 2 de setiembre del año 459. Sus discípulos sintieron entonces un suave perfume que, según sus primeros biógrafos, “ni las selectas hierbas ni las dulces fragancias del mundo son comparables a esta fragancia”. Simeón el Estilita fue honrado con un espléndido funeral presidido por el patriarca de Antioquía, Martyrios, y enterrado no muy lejos de su amado pilar. Sus reliquias se repartieron entre las catedrales de Antioquía y Constantinopla. Su festividad se celebra el día 5 de enero. La forma espectacular y sin precedentes de la piedad de san Simeón inspiró a muchos imitadores, y ya en el siglo siguiente a su muerte los estilitas eran una imagen habitual en todo el Levante bizantino.
Fuentes.- * Herbert Thurston, Simeon Stylites, the Elder, The Catholic Encyclopedia, CD Room edition.
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